Si entregamos la prensa, entregamos la democracia misma.
En
menos de nueve meses en el poder, el presidente Donald Trump ha logrado alterar
no solo el tono de la política estadounidense, sino también la relación misma
del país con la libertad de expresión. Sus amenazas abiertas contra las
televisoras —insinuando silenciar a quienes se atrevan a criticarlo— no
provienen del manual de un líder democrático. Suenan menos como las palabras de
un presidente estadounidense y más como las tácticas de un gobernante
autoritario que teme la rendición de cuentas y exige obediencia.
Para los periodistas, estas declaraciones son más que simple retórica: son un recordatorio escalofriante de que la Primera Enmienda, considerada durante mucho tiempo intocable, ahora está siendo puesta a prueba como no se había visto en generaciones.
No
es la primera vez que los estadounidenses sienten sus libertades limitadas. La
pandemia dejó a muchos ciudadanos con una desconfianza persistente hacia las
restricciones gubernamentales. Pero lo que ocurre ahora es mucho más directo y
peligroso: un presidente que ataca públicamente a la prensa. Bloquear el acceso
de los medios, amenazar con licencias y estigmatizar voces críticas erosiona el
fundamento mismo de la democracia.
Para
los periodistas en Estados Unidos, esto ya es bastante alarmante. Pero para
quienes ejercemos en Puerto Rico, es doblemente inquietante. Somos, después de
todo, una colonia.
La gobernadora
Jennifer González ha preferido jugar el papel de teniente leal antes que el de
defensora de nuestro pueblo. Hace apenas unas semanas intentó tranquilizar a
los puertorriqueños asegurando que las redadas de ICE no afectarían a los
inmigrantes dominicanos. Sin embargo, en menos de veinticuatro horas esas
mismas redadas comenzaron a sembrar terror en las comunidades inmigrantes. Más
de aproximadamente 1,500 personas ya han sido deportadas. Al mismo tiempo,
González adopta una pose de líder en tiempos de guerra, repitiendo la postura
confrontacional de Trump hacia Nicolás Maduro en el Caribe. Es teatro político
a costa de nuestra dignidad y seguridad.
Para
los periodistas en Puerto Rico, las implicaciones son especialmente
preocupantes. Como territorio estadounidense, estamos sujetos a las mismas
protecciones federales de la libertad de expresión y de prensa, pero también
somos singularmente vulnerables. Históricamente marginado y con frecuencia
ignorado por Washington, el periodismo puertorriqueño depende de su capacidad
de desafiar a las autoridades y amplificar las voces de quienes rara vez son
escuchados. Si la hostilidad de Trump hacia la prensa se normaliza, el efecto
paralizante se sentirá el doble en la isla.
Entonces,
¿qué viene después? ¿Seremos hostigados, vigilados, incluso arrestados por
hacer nuestro trabajo? En Puerto Rico, donde la prensa ya está mal financiada y
relegada, el peligro es que la guerra de Trump contra los medios envalentone a
los líderes locales a sofocar la disidencia y silenciar verdades incómodas.
La
Primera Enmienda no es un principio abstracto. Es el escudo que permite a los
periodistas hacer preguntas difíciles, exponer la corrupción y exigir rendición
de cuentas a los líderes. Si ese escudo se debilita, Puerto Rico será de los
primeros en recibir el golpe.
Seamos
claros: esto no es Trump “hablándole a su base”. Es el lenguaje del
autoritarismo, y los periodistas no podemos darnos el lujo de tomarlo a la
ligera. Lo que está en juego es nada menos que la supervivencia de una prensa
libre —tanto en el territorio continental como en Puerto Rico. Si entregamos la
prensa, entregamos la democracia misma.

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