Un boricua que regresa con esperanza y lamento, y se topa con una realidad que viven miles de boricuas, pero de la que nadie habla. Escribe Iván Cardona por invitación
Partí de Puerto Rico tras el paso del Huracán María, pero no fue el huracán el que me quitó el hogar. Fue la negligencia, la recesión económica que lo siguió, la precariedad estructural, la indiferencia política que dejó a tantos sin oportunidades ni respuestas. Ese mismo año, perdí a mi padre. Y con él, parte de mi brújula emocional. Tuve que tomar la decisión más dolorosa de mi vida: dejar a mis hijas, entonces de 7 y 5 años, para emigrar a los Estados Unidos y poder sostenerlas desde la distancia.
En suelo estadounidense trabajé incansablemente. Fui conductor de Uber en la madrugada, profesor universitario en la mañana, estudiante por las noches. Completé siete grados postsecundarios, incluyendo doctorado y maestrías en Administración de Empresas, Mercadeo, Gerencia, Relaciones Públicas, Comunicación Estratégica, Manejo de Marcas Corporativas y Investigación Organizacional. Alcancé altos puestos académicos y profesionales, entre ellos, asesor político, consejero de marcas (branding), profesor en Hofstra University y director de programas graduados. Aprendí, crecí, pero nunca olvidé. Puerto Rico seguía en mi pecho, palpitando como deuda pendiente.
Regresé. No por nostalgia, sino por convicción. Porque mis hijas —hoy adolescentes de 15 y 13 años— merecen conocer a su padre más allá de una videollamada. Y porque este país, a pesar de sus heridas, sigue siendo el único lugar donde me imagino sembrando futuro. Regrese porque, entre las definiciones de miles de apóstoles políticos, académicos e historiadores, así como experiencias personales, y artísticas puedan autodefinirnos -la realidad es que “Acho, PR es otra cosa.”
Pero volver no es sencillo. He comprobado que, aun con una formación académica robusta y una trayectoria profesional sólida, muchas puertas permanecen cerradas. Porque aquí, tristemente, “nadie es profeta en su propia tierra”. Y esa es otra forma de desplazamiento. Es gentrificación, discrimen y aislamiento también. Una que no solo ocurre en los espacios físicos, donde los alquileres se disparan y los residentes son reemplazados por turistas o inversionistas. Es también simbólica: ocurre cuando nuestros saberes no son valorados, cuando la experiencia es minimizada, cuando nuestras voces no encuentran eco en las estructuras de poder.
Hoy conduzco un Uber por necesidad, sí, pero también con dignidad. He aprendido que cada pasajero es una historia, una ventana al alma colectiva de nuestro país. Me conmueve ver jóvenes y familias ilusionadas rumbo al concierto de Bad Bunny y me motiva ganar lo suficiente para llevar un día a mis hijas allí. Y así, tan solo una noche, ser “super papa.” Pero más me llena de esperanza ver cómo un artista, junto a toda una generación de jóvenes, ha logrado poner a Puerto Rico en el mapa global desde el orgullo, la creatividad y la resistencia.
Admiro profundamente a Bad Bunny y a la clase artística de esta generación. Han convertido la tarima y las redes sociales en plataformas de denuncia, conciencia y acción. Nos están diciendo: “regresen”. Nos están recordando que esta isla nos pertenece. Que no podemos seguir mitigando la salud mental con nostalgia, que hay que regresar —física, emocional o simbólicamente— para reconstruir.
Pero el verdadero reto comienza cuando termine la residencia de Bad Bunny. Cuando se apaguen las luces del Choliseo y los hashtags dejen de ser tendencia. Ahí comienza nuestra verdadera prueba como país.
Porque este momento histórico no puede ser efímero. No podemos permitir que se diluya entre titulares ni se archive en la memoria colectiva como una moda. Tenemos que exigir un mejor gobierno. Tenemos que reclamar una economía justa, una educación de excelencia, una salud pública digna, un futuro con posibilidades reales.
Porque un día yo conduciré mi última carrera, me quitaré el cinturón y me detendré. Pero Puerto Rico continuará latiendo en el corazón de miles que, como yo, aún no han podido regresar a una vida digna. Y muchos quizá nunca lo hagan, no porque no quieran, sino porque la isla los obligó a marcharse con el corazón partido y los bolsillos vacíos.
Una vez dije que ser puertorriqueño puede entenderse desde múltiples perspectivas —políticas, sociales, históricas y económicas— que a menudo nos dividen o nos colocan en orillas distintas. Sin embargo, para mí, hay una definición que trasciende esas diferencias: si le das una bandera a un boricua, no importa dónde esté ni cuál sea su realidad, la levantará con honor, con orgullo desinteresado y con una convicción profunda. Porque en ese gesto vive todo lo que somos.
Hoy, el reto de construir una mejor isla no es solo para quienes la habitan ahora. Es también una promesa para nuestras hijas e hijos, para los que han tenido que crecer lejos, para los que esperan, para los que aún creen. Y mientras esa esperanza viva en nosotros, seguiremos regresando, en cuerpo o en espíritu cansado pero esperanzado, hasta que todos tengamos un lugar en esta tierra que amamos. Gracias Benito - Gracias Puerto Rico.
—Uber
driver, académico, padre, puertorriqueño y simple anónimo profeta - aunque al
final, nadie en su país lo sea.
IVÁN
CARDONA
Conozco a Iván desde el 1993, cuando regresé a Puerto Rico de mis estudios universitarios en New Jersey. Lo conocí porque su padre, que también se llamaba Iván Cardona, era profesor en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico y era una de las leyendas vivas, de los mejores profesores, los más admirados y queridos entre los periodistas. Quise a Iván por eso, incluso antes de conocerlo. Pero cuando lo conocí, me di cuenta de su calidad de ser humano, su inmenso profesionalismo y su gran talento. Había que quererlo por si mismo, porque es un ser maravilloso.
Fue periodista y por un tiempo, y un extraordinario relacionista profesional, que trabajó en la Oficina de Comunicaciones en La Fortaleza. Había trabajado también como director de comunicaciones y asuntos públicos en la Compañía de Turismo. Iván, como narra en su escrito, se fue unos años a vivir en Estados Unidos donde realizó varias maestrías y un doctorado, y eventualmente se desarrolló como profesor e investigador en Hofstra University.
La
vida, el deseo de estar con su familia y sentir el país que corre por sus
venas, lo hicieron volver como todo puertorriqueño que añora estar en su casa,
con su gente. No ha sido fácil para él y este escrito que publico con su
autorización, así lo demuestra. Ayer conversé con Iván y nos apoyamos mutuamente,
porque ambos sabemos que vivir en Puerto Rico no está fácil. Si eres una persona
ética, de valores, a veces es bien cuesta arriba. Si no coges payola, es duro.
Yo lo sé porque lo vivo y sé que él también.
Sólo espero que le llegue su momento, que el país le devuelva sus
sacrificios, y Iván que pueda desarrollarse bien para él y su familia. Se lo
merece.
Sandra Rodríguez Cotto


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