Se convirtió en la primera exgobernadora en la historia de Puerto Rico en aceptar que cometió un delito. Esto obliga al pueblo a pensar en los políticos que elige
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| Wanda Vázquez Garced, (Foto Juan Costa, Facebook) Publicada originalmente en !Ey! Boricua Substack |
El 27 de agosto de 2025 quedará inscrito en los anales de la historia y en la memoria colectiva del pueblo de Puerto Rico como el día en que por primera vez un exgobernante, Wanda Vázquez Garced, admitió ante el gobierno federal que cometió un delito. Así de claro. Un delito.
Que nadie lo olvide. Un delito es una acción o una omisión que contraviene las leyes penales de un país. Lo que significa que eso que hizo está prohibido por la ley y es sancionada con un castigo. Aunque trate de maquillarlo, cometió un delito. Ante el tribunal se declaró culpable, pero ante el pueblo, intentó poner excusas y defender lo indefendible.
“Aquí yo no cogí un solo centavo”, dijo la exgobernadora no electa, cuando salió de la corte federal, casi como queriendo lavarse las manos, buscando lucir bien, pero hay manchas de suciedad que nunca se pueden borrar. Esta es una.
Por eso el pueblo sabe que por más que intente decir lo que no es, por más que busque victimizarse, Wanda Vázquez Garced, ella misma, solita, pasó a los anales de la historia como corrupta.
Esto resuena como un eco familiar en Puerto Rico, porque después
de todo, no es la primera vez que el país ve a uno de sus líderes enfrentar la
justicia por acusaciones de corrupción. Pero en este caso particular golpea de
una manera distinta, no solo por la envergadura del puesto que ocupó, sino por
el profundo desgaste que representa para la ya frágil confianza del pueblo en
sus instituciones políticas.
A lo largo de su extensa carrera en el servicio público como
fiscal, como procuradora de las Mujeres, como secretaria de Justicia y como
gobernadora por carambola, porque el puesto no le tocaba a ella realmente, sino
que le cayó sobre sus faldas por casualidad, Wanda Vázquez proyectó siempre una
imagen de seriedad. Se decía y se proyectaba como una funcionaria que escaló
posiciones en el sistema de justicia hasta alcanzar los puestos más altos por
su pericia e inteligencia, casi por mérito. Mucha gente le creyó el cuento y había
muchos que siempre le rindieron pleitesías.
Su llegada a La Fortaleza por sucesión constitucional, tras la
histórica renuncia de otro corrupto, Ricardo Rosselló, fue vista por muchos
como una oportunidad para restaurar la decencia y el orden. Los principales
periódicos y telediarios del país intentaron desesperadamente en ese verano del
2019 proyectarla como la salvadora. Era quien traería la paz al país. Y ella siguió el juego diciendo que no era
política, que nunca buscó ni quería el puesto, pero le duró poco.
Quizás fueron los hongos que hay en el antiguo edificio de La
Fortaleza, o a lo mejor fueron los reflectores de las cámaras, pero eso le duró
poco. En cuestión de menos de dos meses al cargo, e incluso más adelante en
medio de la pandemia, ya estaba haciendo campaña.
Jugaba con una proyección casi de intocable, de ser una exfiscal
de hierro, de una gobernadora que protegió al pueblo encerrándonos para salvar
vidas del Covid, pero de ahí terminó a ser una política desesperada por
conseguir dinero y quedarse en el poder. Ayer, después de declararse culpable
de cometer un delito, intentó otras vez proyectarse como una víctima de las circunstancias.
Por eso para el pueblo, esto no es solo un titular más. Es una
herida que se abre nuevamente, un recordatorio amargo de que la corrupción sigue
arropándonos. Es un mal sistémico que parece arraigado en la clase política, y
que se manifiesta en la desconexión entre lo que se predica en público, desde
la tribuna y lo que se practica en la trastienda.
La indignación de la gente no proviene únicamente del acto en
sí, sino de la repetición del patrón. Ver a un político tras otro señalado,
acusado y, finalmente, convicto, genera una sensación de impotencia y
frustración. Es un ciclo vicioso que alimenta el cinismo y el desinterés en los
procesos democráticos. ¿Cómo se puede participar con fe en un sistema donde los
que juran servir al pueblo terminan sirviéndose a sí mismos?
El acuerdo de culpabilidad, que redujo los cargos de soborno y
fraude a un delito menor, puede ser un alivio para la exgobernadora, pero para
la ciudadanía, deja un sabor agridulce. Para muchos, este tipo de acuerdos no
hace justicia a la magnitud de la ofensa, y perpetúa la percepción de que la
élite política opera bajo reglas diferentes. La imagen de la exmandataria
llegando al tribunal, escoltada por personas con intereses ligados a su
gestión, solo refuerza la idea de una red de favores y conexiones que parece
impermeable a la moralidad pública.
Viendo este nuevo caso nos tiene que poner a pensar como pueblo
en que no podemos tolerar más líderes de mentira. Se debe buscar gente con integridad.
No una persona con oratoria convincente y promesas grandiosas sino alguien con
un plan de trabajo realista y transparente. Es imperativo que examinemos más
allá de los lemas de campaña, que investiguemos el financiamiento de sus
campañas, sus conexiones y sus antecedentes. Debemos exigir que rindan cuentas,
no solo una vez en la urna, sino durante todo su mandato. La indiferencia no es
una opción; es un cheque en blanco que le entregamos a la corrupción.
Este caso es un llamado de atención. Es un espejo que le muestra
a la clase política puertorriqueña su mayor crisis de credibilidad. La
confianza del pueblo no se recupera con promesas vacías o con discursos de mano
dura. Se recupera con acciones concretas, con transparencia y con la verdadera
rendición de cuentas. Si los líderes no comprenden que cada caso de corrupción
es un clavo más en el ataúd de la fe pública, el futuro de la política en
Puerto Rico continuará siendo una sucesión de decepciones.
Pero el pueblo, tiene que actuar. Si queremos romper este ciclo
vicioso, el cambio no vendrá de La Fortaleza o del Capitolio, sino de la base.
El pueblo tiene que demandar honestidad, transparencia y un compromiso genuino
con el servicio público. Es un trabajo continuo que requiere de una ciudadanía
activa y vigilante. Si el cinismo nos gana, habremos perdido la batalla más
importante: la de nuestra propia dignidad como sociedad.

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