Hay nombres que no podemos teclear. El de Gabriela Pratts, la adolescente que fue asesinada en Aibonito, es uno de esos en esa terrible lista de dolor y muerte
Hay nombres que no podemos teclear. Gabriela Pratts es uno de esos nombres.
Como periodista, he escrito
sobre tragedias que hielan la sangre. He narrado accidentes, ataques
terroristas, miles de casos de corrupción. Arrestos. Destrucción del ambiente.
He documentado injusticias, he puesto en palabras el dolor ajeno, siempre con
ese escudo invisible que llamamos “distancia profesional”. Un mecanismo de
defensa que tenemos los periodistas para evitar quebrarse. Para poder seguir.
Pero el escudo se hizo añicos
hace unos días. El micrófono donde hablo en mi programa de radio sigue en
silencio. La pantalla de mi computadora sigue en blanco, el cursor parpadea
como un latido intermitente y mis dedos se niegan a formar un nombre: Gabriela
Pratts.
No es un bloqueo de escritora.
Es un nudo en la garganta. Es el frío en la boca del estómago. Es el terror.
Gabriela, una adolescente, una niña en la flor de su juventud, fue asesinada vilmente en Aibonito. La acorralaron y le dieron nueve puñaladas. Una de ellas, directa al corazón, le provocó la muerte inmediata. Murió ante las manos despiadadas de otras adolescentes y otras mujeres, ya adultas, que la acabaron.
Y las que no la acabaron, agarraron a su
madre con la peor tortura que se pueda pensar. La apretaron para que no pudiera
salvarla. Vio a su hija morir. Juro, por Dios Santo, que de escribir esto, se
me saltan las lágrimas. No puedo ni imaginarlo ¿Cómo hemos llegado aquí como
sociedad?, me pregunto.
Leo los detalles y no es una
noticia, es un misil que me atraviesa el alma. Nueve puñaladas. Pienso en el
dolor, en el miedo, en su último aliento. Y la razón de mi parálisis, de mi
llanto incesante, es una simple, estúpida y minúscula letra. Una ‘t’.
Esa consonante es el abismo que
separa mi realidad de la de otra madre que ahora mismo vive el infierno en la
tierra. Una ‘t’ es la distancia entre peinar el cabello de mi hija por la
mañana y tener que reconocer su cuerpo en una morgue. Una ‘t’ es la diferencia
entre un beso de buenas noches y un silencio eterno que devora la casa.
Cada vez que intento escribir “Pratts”, mis manos escriben “Prats”. El apellido de mi hija. Ella era Gabriela Pratts. Mi hija es Mariela Prats. Y yo, como madre, lloro porque su nombre me hace pensar qué país estamos dejando a nuestras hijas e hijos.
El mundo se me detiene. Siento
que si completo el nombre de Gabriela, estoy sentenciando a la mía. Es
irracional, lo sé. Es el dolor visceral de una madre que ve en el rostro de una
víctima el reflejo de su propio amor, de su propio miedo más profundo. Yo
moriría de pena si me tocara. Y a esa madre, a la madre de Gabriela, le tocó. Y
con ella, morimos un poco todas.
¿Cómo se reporta esto? ¿Cómo se
le exige a una periodista que sea “objetiva” ante la barbarie? Gabriela no es
una estadística más en la sangrienta lista de feminicidios y violencia juvenil
que ahoga a Puerto Rico. Es la promesa rota, la risa silenciada, el futuro
aniquilado. Es la hija de todas.
Me pregunto, con una honestidad
que me desgarra, si nuestro trabajo sirve de algo. ¿Narrar el horror con lujo
de detalles ayuda a crear conciencia o simplemente normaliza la violencia?
¿Cada titular sobre una mujer asesinada es un llamado a la justicia o una
lección para el próximo agresor?
No tengo las respuestas. Hoy no
soy la periodista que analiza, que investiga, que contrasta fuentes, que
increpa y cuestiona a los corruptos. Hoy soy la mujer que llora. La madre que
tiembla. La puertorriqueña que está harta de contar muertas, de ponerle nombres
y apellidos a la tragedia mientras los que deben actuar miran para otro lado.
Quizás el periodismo, a veces,
no se trata de tener la distancia suficiente. Quizás se trata de todo lo
contrario. Quizás se trata de permitir que la realidad nos rompa, que el dolor
nos quiebre, para poder contagiar esa urgencia, esa humanidad herida. Para que
nadie pueda leer la historia de Gabriela Pratts y seguir con su día como si
nada.
No he podido escribir la
noticia. Pero escribo esto. Porque mi silencio no la protegerá a ella ni a
ninguna otra. Porque mi dolor, nuestro dolor, tiene que convertirse en un grito
tan ensordecedor que sea imposible de ignorar.
No sé si algún día podré
escribir su nombre sin que se me rompa el alma. Lo que sí sé es que no podemos
permitir que una sola letra, una ‘t’ de más o de menos, sea lo que nos haga
despertar. Todas son nuestras hijas. Y nos las están matando.
Por Gabriela. Por Mariela. Por
todas.
(Publicada originalmente en !Ey! Boricua - https://eyboricua.com/la-t-que-me-desgarra-el-alma/ )

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