El analista político, estratega de marca y profesor universitario Iván Cardona escribe POR INVITACION en Blanco y Negro con Sandra
El ruido como estrategia
Donald Trump comprendió algo que muchos políticos de su generación no: que en la era digital, la visibilidad es poder, incluso cuando esa visibilidad proviene del escándalo, la falsedad o la ofensa. Durante su presidencia, su relación con los medios fue una confrontación abierta —una coreografía cuidadosamente diseñada donde la agresión reemplazó al argumento, y la humillación mediática se convirtió en táctica de control.
A diferencia de sus predecesores, que veían en la prensa un
instrumento de fiscalización o al menos una instancia necesaria de mediación,
Trump la definió como el enemigo. No como una figura retórica, sino como una
declaración de guerra política. “The enemy of the people”, dijo en 2017, frase
que resonó como un eco de los regímenes totalitarios del siglo XX, desde Stalin
hasta Mussolini.
Con esas palabras, inauguró un ciclo de hostilidad institucional hacia el periodismo que, lejos de extinguirse al dejar la Casa Blanca, parece haberse convertido en el nuevo idioma del poder republicano.
De la deslegitimación al modelo
El método Trump no fue espontáneo. Fue sistemático: Desacreditar, dividir, y luego sustituir. Primero se desacredita la fuente —“fake news”—.
Después se divide al público entre los que creen y los que
“odian a su presidente”. Finalmente, se sustituye al intermediario: el político
deja de hablar a través de la prensa, y comienza a hablar contra ella, o sin
ella, usando plataformas propias, redes sociales, o medios partidistas.
El resultado fue un ecosistema de comunicación paralela donde los hechos dejaron de ser comunes y el concepto de verdad se fragmentó. En ese universo alterno, las noticias ya no se verifican; se creen. La información se mide no por su veracidad, sino por su alineación con la emoción colectiva de una base política.
Trump no destruyó el periodismo: lo reemplazó por la propaganda emocional. Peor aún, ha convertido a un partido en un laboratorio de manipulación mediática.
Los laboratorios del poder: cómo los estados imitan al
presidente
Hoy, casi una década después del inicio de esa guerra mediática, observamos un fenómeno inquietante: la “trumpificación” del discurso político se ha trasladado al ámbito estatal. Gobernadores y funcionarios republicanos en varios estados han adoptado no solo el tono, sino la arquitectura de comunicación del expresidente: desacreditar, restringir, desplazar.
En Florida, el gobernador Ron DeSantis ha reconfigurado su relación con los medios a imagen y semejanza del trumpismo: conferencias de prensa cuidadosamente controladas, veto a reporteros considerados hostiles y declaraciones que acusan a la prensa de ser “instrumentos del progresismo”. En Texas, Greg Abbott ha seguido un patrón similar: negar acceso, bloquear preguntas y privilegiar medios afines o ultraconservadores.
Otros, como Sarah Huckabee Sanders en Arkansas —antigua portavoz de Trump—, han trasladado al nivel estatal el mismo manual de operaciones que alguna vez se aplicó desde la Casa Blanca.
La Columbia Journalism Review ha documentado que esta tendencia va más allá de la retórica. En varios estados se han promovido medidas legislativas que reducen los ingresos de la prensa local: la eliminación de los avisos legales obligatorios, la restricción del acceso a registros públicos y la transferencia de fondos de comunicación gubernamental a medios aliados.
No se trata solo de insultar periodistas. Es un proceso de asfixia institucional, silencioso, técnico, pero devastador.
El nuevo modelo de lealtad
El trumpismo no se limita a una ideología; es un sistema de recompensas. La lealtad política se mide no en programas o propuestas, sino en la intensidad con que se reproduce su narrativa. En ese contexto, atacar a la prensa se ha convertido en una forma de demostrar pertenencia. Es el nuevo rito de iniciación republicano: quien no comparte la animadversión hacia los medios, es sospechoso.
Un gobernador republicano puede diferir de Trump en política fiscal o educativa, pero si comparte su desprecio hacia los periodistas, su fidelidad está garantizada ante la base. De ahí que muchos hayan adoptado ese estilo agresivo no por convicción ideológica, sino por supervivencia política.
El cálculo es simple: los votantes trumpistas ven en la prensa
un enemigo de su identidad; por tanto, atacar a los medios equivale a
defenderlos a ellos.
Es una lógica perversa pero eficaz: el ataque a la prensa se convierte en un gesto de amor hacia el votante. Y el silencio del periodista, en el trofeo.
El papel del miedo y el espectáculo
Trump no solo institucionalizó el insulto. Lo estetizó.
El ataque público al periodista, transmitido en vivo, se
convirtió en parte del espectáculo político. Cada enfrentamiento, cada
interrupción, cada “you’re fake news”, era una coreografía para su público.
En ese teatro, el periodista no es un informador, sino un antagonista. La conferencia de prensa se convierte en un ring. La verdad, en una narrativa más.
Y como todo espectáculo, genera imitadores. Gobernadores y congresistas aprendieron que una confrontación con la prensa puede viralizarse más que un plan económico, y que una frase insultante puede convertirse en titular nacional. En el mercado del ruido, la agresión cotiza mejor que el argumento.
El resultado es un país donde la hostilidad hacia los medios se ha descentralizado: ya no necesita de un presidente para florecer.
La agresión se ha democratizado.
De la Casa Blanca a los capitolios: la doctrina informal
No hay evidencia de que la Casa Blanca actual, bajo una nueva
administración republicana o trumpista, emita instrucciones formales para
replicar este modelo. No obstante, no hace falta. El efecto es más sutil y más
poderoso: liderazgo por imitación. La conducta del líder establece la norma. La
norma, la expectativa. Y la expectativa, la conducta.
Es el mismo principio que en psicología social se denomina efecto modelo: las personas tienden a reproducir comportamientos que observan en figuras de autoridad, especialmente cuando esas conductas generan aprobación social dentro del grupo.
Trump demostró que atacar periodistas no solo no tiene costo político, sino que puede convertirse en un marcador de autenticidad ante su base. Los gobernadores aprendieron la lección. Así, el insulto se institucionaliza, la desinformación se convierte en herramienta política, y la prensa, en enemigo funcional.
El periodismo bajo asedio: de lo nacional a lo local
Mientras tanto, el periodismo local —el más cercano al ciudadano y el más vulnerable económicamente— enfrenta la mayor crisis de su historia. Desde 2005, más de 2,800 periódicos locales han cerrado en Estados Unidos. En muchos condados ya no existe un solo reportero que cubra el gobierno municipal. En ese vacío, los funcionarios operan con menor escrutinio, y la corrupción encuentra espacio para crecer.
La hostilidad institucional hacia la prensa, amplificada por el ejemplo presidencial, ha acelerado esa erosión. Los ataques, la censura y la falta de acceso no solo empobrecen el debate: empobrecen la democracia. Un país donde el periodismo teme hablar es un país que deja de escucharse.
La banalización del desprecio
Quizá el legado más peligroso de Trump no sea la mentira, sino la normalización del desprecio. Lo que en 2016 parecía una aberración —ver a un presidente insultar abiertamente a reporteros o burlarse de corresponsales en conferencias de prensa— hoy parece casi rutina. Los votantes lo toleran. Los políticos lo imitan. El insulto perdió su carga moral y se volvió moneda de cambio.
Ese proceso de banalización es precisamente lo que vuelve este fenómeno tan resistente: ya no se percibe como extremismo, sino como estilo. Como forma de ser político. La retórica vacía, ofensiva y sin prueba se ha convertido en una herramienta más del arsenal político contemporáneo. Su éxito radica en su simpleza: polariza sin argumentar, moviliza sin explicar, destruye sin construir.
El futuro de la verdad
El trumpismo comunicativo ha trascendido su autor. Aunque Trump desapareciera mañana de la vida pública, su huella seguiría marcada en la relación entre poder y verdad.
Ya no importa quién ocupe la Casa Blanca: el modelo de manipular la opinión pública a través del descrédito sistemático de la prensa ha quedado instalado en la cultura política republicana, y parcialmente, en la estadounidense.
El peligro no está en que más políticos repitan sus insultos, sino en que más ciudadanos dejen de distinguir entre periodismo y propaganda, entre hechos y emociones. Esa confusión —no la censura directa— es la forma moderna del control.
Cuando el silencio se convierte en política
Trump no creó el desprecio por la prensa. Lo explotó. Pero su legado es haber convertido ese desprecio en un código político, un signo de identidad, un marcador de pertenencia. Y en esa conversión, arrastró a todo un partido hacia un nuevo paradigma de comunicación: el autoritarismo emocional.
Los efectos son visibles y profundos. Gobernadores que gobiernan sin responder preguntas. Legislaturas que aprueban leyes para debilitar medios locales. Ciudadanos que desconfían de todo lo que no confirma su sesgo. Una nación que, en nombre de la libertad, empieza a renunciar a la verdad.
El trumpismo, más que una ideología, fue una pedagogía del poder. Enseñó que el miedo, el insulto y la mentira son herramientas legítimas de gobierno. Y mientras la prensa se defiende, la pregunta que queda flotando es si la sociedad —esa audiencia silenciosa— seguirá confundiendo la arrogancia con la autenticidad, y el ruido con la verdad.
"Porque cuando el ruido reemplaza a la razón, la democracia
no muere, se manipula"
Conozco a Iván desde el 1993, cuando
regresé a Puerto Rico de mis estudios universitarios en New Jersey. Lo conocí
porque su padre, que también se llamaba Iván Cardona, era profesor en la
Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico y era una de las
leyendas vivas, de los mejores profesores, los más admirados y queridos entre
los periodistas. Quise a Iván por eso, incluso antes de conocerlo. Pero cuando
lo conocí, me di cuenta de su calidad de ser humano, su inmenso profesionalismo
y su gran talento. Había que quererlo por si mismo, porque es un ser
maravilloso.
Fue periodista y por un tiempo, y un
extraordinario relacionista profesional, que trabajó en la Oficina de
Comunicaciones en La Fortaleza. Había trabajado también como director de
comunicaciones y asuntos públicos en la Compañía de Turismo. Iván, se fue unos
años a vivir en Estados Unidos donde realizó varias maestrías y un doctorado, y
eventualmente se desarrolló como profesor e investigador en Hofstra University.
Sandra Rodríguez Cotto



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